Artificio celestial interior

7. Son tas escuras de entender estas cosas interiores, que a quien tan poco sabe como yo, forzado havrá de decir muchas cosas superfluas y aun desatinadas, para decir alguna que acierte. Es menester tenga paciencia quien lo leyere, pues yo la tengo para escrivir lo que no sé, que cierto algunas veces tomo el papel como una cosa bova, que ni sé qué decir ni cómo comenzar.
Bien entiendo es cosa importante para vosotras declarar algunas [cosas] interiores como pudiere; porque siempre oímos cuán buena es la oración y tenemos de constitución tenerla tantas horas, y no se nos declara más de lo que podemos nosotras; y de cosas que obra el Señor en un alma declárase poco, digo sobrenatural. Diciéndose y dándose a entender de muchas maneras, sernos ha mucho consuelo considerar este artificio celestial interior tan poco entendido de los mortales aunque vayan muchos por él. Y aunque en otras cosas que he escrito ha dado el Señor algo a entender, entiendo que algunas no las havía entendido, como después acá, en especial de las más dificultosas. El trabajo es que para llegar a ellas —como he dicho— se havrán de decir muchas muy sabidas, porque no puede ser menos para mi rudo ingenio. (Moradas del castillo interior, I, 2, 7)

Alarga y concluye aquí la autora el paréntesis que abriera en el párrafo anterior (6) para motivar tanto su escritura de «estas cosas interiores» como la lectura de ellas por parte de sus hermanas, y pasa a justificar que entre todos esos argumentos forzosamente diga «muchas cosas superfluas y aun desatinadas», por lo oscuras de entender que son para alguien que «tan poco sabe» como ella. El saber al que se refiere aquí la Santa no es, desde luego, la sabiduría interior que el Espíritu comunica al alma a través de su inspiración constante y de la experiencia de la vida de oración, sino el conocimiento que poseen los «letrados y entendidos» a los que acaba de aludir, y más concretamente la capacidad de éstos a la hora de exponer y de explicar las realidades propias de la vida de fe. De esta forma, Teresa confiesa «escrivir lo que no sé», y que «algunas veces» se pone ante el papel sin saber «qué decir ni cómo comenzar»; y al igual que antes declaraba que no era «tiempo perdido» el que gastasen sus monjas en leer su escrito y ella en escribirlas, si así aprendían unas y otra a temer el pecado y a ver en Dios la fuente de todo bien propio y ajeno, invoca aquí, con su habitual y elegante donosura, la paciencia de «quien lo leyere», amparándose en la paciencia que ella misma tiene que ejercer para «escrivir» lo que no sabe, «como una cosa bova».

Entiende, pues, la importancia de «declarar algunas» de estas «cosas interiores»declarar conserva aquí su significado etimológico de «manifestar lo que de suyo estava oculto, obscuro y no entendido» (Sebastián de Covarrubias Orozco, Tesoro de la lengua castellana, o española, [1611], reimpr. de Gabriel de León, Madrid 1674, s. v.)— a sus hijas y hermanas de hábito, ya que, pese a ser éstas conscientes de «cuán buena es la oración» y aunque las Constituciones sometidas por la Santa a la aprobación del padre Rubeo destinen muchas horas a este ejercicio (cf. Constituciones, cap. 1), «declárase poco» acerca de la obra «sobrenatural» del Señor «en un alma». De ahí la necesidad de dar «a entender de muchas maneras» este «artificio celestial interior» para que sea objeto de consideración; artificio no tiene aquí la acepción negativa de «fingimiento» o «disimulo», sino la positiva de «cosa hecha con arte» (Covarrubias, óp. cit., s. v.), y con su curioso y significativo encadenamiento de adjetivos aparentemente antitéticos («celestial interior») designa harto felizmente la obra celestial que Dios lleva a cabo en el hondón del ser que lo busca y adora en su propio castillo interior.

Con un involuntario retruécano en forma de juego de palabras, la Santa se dice consciente de entender ahora mejor algunas de las cosas que el Señor había dado en alguna medida a entender a través de sus escritos anteriores, «especialmente de las más dificultosas». Refiérese aquí, según los comentaristas de la versión que utilizamos, a Vida 15, 12-15 y a Camino de perfección 22, 7-8 y 23. Lo trabajoso de ello es que el «rudo ingenio» de la autora —recuérdese la «torpeza de las mujeres» de la que acaba de hablar (6)— obligará a repetir muchas cosas «ya sabidas». Hechas todas estas salvedades, a partir del siguiente párrafo reanudará Teresa su declaración del castillo interior.

Pueden señalarse, en la vertiente lingüística del texto examinado, el uso adverbial de «forzado», que significa por lo tanto «forzosamente»; las típicas elipsis teresianas («[…] tenga paciencia quien lo leyere, pues yo la tengo para escrivir […]»; «[…] es cosa importante para vosotras declarar algunas interiores […]»); la construcción clásica «sernos ha» por «ha de sernos», así como la recordada redundancia «entender/entiendo/entendido» en la penúltima frase examinada.

Pablo Herrero Hernández

Un espejo para la humildad

5. Oí una vez a un hombre espiritual, que no se espantava de cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía. Dios por su misericordia nos libre de tan gran mal, que no hay cosa mientras vivimos que merezca este nombre de mal, sino ésta, pues acarrea males eternos para sin fin. 
Esto es, hijas, de lo que hemos de andar temerosas y lo que hemos de pedir a Dios en nuestras oraciones; porque, si Él no guarda la ciudad, en vano trabajaremos, pues somos la mesma vanidad. Decía aquella persona que havía sacado dos cosas de la merced que Dios le hizo: la una, un temor grandísimo de ofenderle, y ansí siempre le andava suplicando no la dejase caer, viendo tan terribles daños; la segunda, un espejo para la humildad, mirando cómo cosa buena que hagamos no viene su principio de nosotros, sino de esta fuente adonde está plantado este árbol de nuestras almas y de este sol que da calor a nuestras obras. Dice que se le representó esto tan claro que, en haciendo alguna cosa buena u viéndola hacer, acudíe a su principio y entendía cómo sin esta ayuda no podíamos nada; y de aquí le procedía ir luego a alabar a Dios y lo más ordinario no se acordar de sí en cosa buena que hiciese.

6. No sería tiempo perdido, hermanas, el que gastásedes en leer esto ni yo en escrivirlo, si quedásemos con estas dos cosas que los letrados y entendidos muy bien las saben; mas nuestra torpeza de las mujeres todo lo ha menester, y ansí por ventura quiere el Señor que vengan a nuestra noticia semejantes comparaciones. Plega a su bondad nos dé gracia para ello. (Moradas del castillo interior, I, 2, 5-6)

Recurre la Santa a la autoridad de un no mejor precisado «hombre espiritual», de los muchos que acompañaron en algún momento su camino de perfección, para ponderar el «gran mal» del pecado y las consecuencias que éste acarrea: «males eternos para sin fin». De ahí el temor que hay que tener al pecado y la importancia de la súplica a Dios para que no permita que caigamos en él. Y cita ad sensum el Salmo 126/127, mezclando los dos hemistiquios de su primer versículo, que así reza según la Vulgata: «Nisi Dominus ædificaverit domum, in vanum laboraverunt qui ædificant eam. / Nisi Dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam» («Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan quienes la edifican; / si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigila su centinela»). A través de esta cita, la imagen bíblica de la ciudad cuyo custodio es el Señor se asocia, implícitamente, a la del castillo interior.

«Temor grandísimo» de ofender a Dios con el pecado y «espejo para la humildad», para tomar conciencia de que toda «cosa buena», hecha por nosotros o por los demás, «no viene su principio de nosotros», sino de Dios: estas «dos cosas» son el fruto que «aquella persona» sacó «de la merced que Dios le hizo»; naturalmente, no se trata —como en un primer momento podría dar a pensar la cercanía en el discurso— del «hombre espiritual» al que acaba de referirse, sino de esa «persona a quien quiso nuestro Señor mostrar cómo quedava un alma cuando pecava mortalmente» a la que había aludido arriba (2), y que no es otra que la propia Teresa. Nótese la imagen del «espejo para la humildad» —afín a la del cristal con el que acaba de significar al alma (3)— con que se refiere aquí a la toma de conciencia de que el origen de toda buena acción propia o ajena reside en «esta fuente donde está plantado este árbol de nuestras almas y de este sol que da calor a nuestras obras». Recupera, pues, la mística escritora el doble símbolo de la fuente y el sol, referidos a Dios presente en el alma, representada una vez más por el árbol cuyos frutos —las buenas obras— maduran gracias precisamente al calor de la luz divina que la habita.

Termina la Santa este pasaje dando por bueno el tiempo por ella dedicado a escribir «estas dos cosas» y por sus hermanas a leerlas, con tal de que una y otras hayan aprendido a temer ofender a Dios con el pecado y a atribuir justamente a Dios todo bien que hagan o que vean hacer. La hendíadis «letrados y entendidos» aparece aquí —como lo hará en muchas otras ocasiones, más o menos modificada, en los escritos teresianos— en antítesis a las propias monjas en su calidad de mujeres cuya «torpeza […] todo lo ha menester»: de ahí la importancia de «semejantes comparaciones» e imágenes como las que articulan las Moradas, con el fin de que tales realidades de fe «vengan a […] noticia» de las descalzas. Y concluye dirigiéndose al Señor para que les «dé gracia para ello».

Ya en el apartado estilístico, adviértanse la expresiva redundancia «males eternos para sin fin», y el no menos expresivo anacoluto «cosa buena que hagamos no viene su principio de nosotros»; y, en lo lingüístico, la pervivencia de algunas flexiones verbales antiguas (como acudíe, por «acudía», y gastásedes —que a veces se alterna en santa Teresa con la forma equivalente gastáredes—, por «gastaseis») y de la construcción arcaica «se acordar», con el pronombre adelantado al infinitivo en vez de incorporado a él («acordarse»).

Pablo Herrero Hernández

Quitar la pez del cristal

3. Es de considerar aquí que la fuente y aquel sol resplandeciente que está en el centro del alma, no pierde su resplandor y hermosura, que siempre está dentro de ella y cosa no puede quitar su hermosura. Mas si sobre un cristal que está a el sol se pusiese un paño muy negro, claro está que, aunque el sol dé en él, no hará su claridad operación en el cristal. 

4. ¡Oh almas redimidas por la sangre de Jesucristo, entendeos y haved lástima de vosotras! ¿Cómo es posible que entendiendo esto no procuráis quitar esta pez de este cristal? Mirad que si se os acaba la vida, jamás tornaréis a gozar de esta luz. ¡Oh Jesús, qué es ver a un alma apartada de ella! ¡Cuáles andan los pobres aposentos del castillo! ¡Qué turbados andan los sentidos, que es la gente que vive en ellos! Y las potencias, que son los alcaides y mayordomos y mastresalas, ¡con qué ceguedad, con qué mal govierno! En fin, como adonde está plantado el árbol que es el demonio, ¿qué fruto puede dar? (Moradas del castillo interior, I, 2, 3-4)

Llegada a este punto de la descripción de los efectos del pecado en el alma, Teresa cree oportuno deslindar los límites del libre albedrío humano respecto a la presencia de Dios en el alma: en una nueva y feliz transición metafórica, la «fuente» se convierte en «sol resplandeciente» que siempre «está en el centro del alma», «dentro de ella», por lo que nada «puede quitar su hermosura» y resplandor. Recupera, pues, este otro símbolo de la divinidad que ya había empleado en este capítulo (1), junto con el del cristal para representar al alma (podríamos decir que al par de imágenes agua/luz le corresponde el par fuente/sol como su origen respectivo, y el de árbol/espejo-cristal como su contrapartida icónica en el alma). Con el pecado, el ser humano pone «un paño muy negro» o extiende «pez» sobre el cristal de su alma, y por mucho que el sol divino que lo habita «dé en él» —como, en efecto, necesariamente sucede—, impide que la claridad de dicho sol actúe e influya en su vida.

En el siguiente párrafo, la escritora interrumpe su exposición con unos apóstrofes —en un procedimiento habitual en sus obras y que no constituye, desde luego, el menor de sus numerosos encantos— para exhortar directamente a las almas que, «redimidas por la sangre de Jesucristo», no quitan «esta pez de este cristal» de su alma, y para invocar seguidamente a Jesús, como poniéndolo por testigo de los estragos que el apartamiento de esa luz interior causa en los aposentos del castillo del alma, y más concretamente en «los sentidos, que es la gente que vive en ellos», y en «las potencias, que son los alcaides, mayordomos y mastresalas» del mismo.

La propia autora nos desvela aquí la correspondencia de dos elementos metafóricos incluidos en la gran alegoría del castillo: la «gente» que vive en sus aposentos es imagen de los sentidos, y los «alcaides, mayordomos y mastresalas» lo son de las potencias (memoria, entendimiento y voluntad), sin que quepa, a nuestro entender, buscar una correspondencia de cada una de ellas —puestas, a mayor abundamiento, en plural— con estos tres importantes oficios y dignidades, propios de la vida palaciega contemporánea; tripartición a la que recurre, pues, la Santa con afán más acumulativo y amplificativo que simbólico y descriptivo de cada una de sus operaciones. (Por otro lado, conviene apuntar que en Teresa de Jesús, cuyo objetivo, al escribir las Moradas no es, en absoluto, la redacción de un tratado sistemático sobre la oración, son frecuentes los deslizamientos de sentido de una misma imagen o metáfora, según convenga a lo que en cada momento pretende explicar, razón por la que no siempre los significados son unívocos; lo que, si al principio de su lectura puede desconcertar un tanto, bien pronto se convierte en factor enriquecedor, no sólo ya de la apreciación de su portentoso repertorio simbólico, sino también de la comprensión de su elevada doctrina). «Ceguedad» y «mal govierno» —concepto éste harto apropiado para su aplicación a una fortaleza, en la que todo ha de estar perfectamente ordenado con vistas a su defensa— constituyen el fruto necesario del «árbol que es el demonio», equivalente aquí a la fuente «de muy negrísima agua y de muy mal olor» a la que ya se había referido nuestra autora.

Desde el punto de vista estrictamente lingüístico, nótese el uso de «cosa no» con el significado de «no hay cosa que no», es decir como sinónimo de «nada», así como el empleo clásico del indicativo en la subordinada («¿Cómo es posible que […] no procuráis […]?»), en vez del subjuntivo que hoy utilizaríamos.

Pablo Herrero Hernández

Los arroícos de la fuente

2. Yo sé de una persona a quien quiso nuestro Señor mostrar cómo quedava un alma cuando pecava mortalmente. Dice aquella persona que le parece, si lo entendiesen, no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores travajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones; y ansí le dio mucha gana que todos los entendieran. Y ansí os la dé a vosotras, hijas, de rogar mucho a Dios por los que están en este estado, todos hechos una escuridad, y ansí son sus obras. 
Porque ansí como de una fuente muy clara lo son todos los arroícos que salen de ella, como es un alma que está en gracia, que de aquí le vienen ser sus obras tan agradables a los ojos de Dios y de los hombres, porque proceden de esta fuente de vida adonde el alma está como un árbol plantado en ella, que la frescura y fruto no tuviera si no le procediere de allí, que esto le sustenta y hace no secarse y que dé buen fruto; ansí el alma que por su culpa se aparta desta fuente y se planta en otra de muy negrísima agua y de muy mal olor, todo lo que corre de ella es la mesma desventura y suciedad. (Moradas del castillo interior, I, 2, 2)

Prosigue la Santa Doctora, antes de pasar a tratar de las Primeras Moradas, en su descripción del efecto del pecado en el alma humana. Y recurre aquí, para ello, y hablando por humildad en tercera persona, a su propia experiencia, plasmada en la que constituye la n.º 21 de sus Cuentas de conciencia, que se remonta a 1571: «Mostróme también [el Señor] cómo está el alma que está en pecado, sin ningún poder, sino como una persona que estuviese del todo atada y liada y atapado los ojos, que, aunque quiere ver, no puede, ni andar ni oír y en gran escuridad. […] Parecióme que, a entender esto como yo lo vi —que se puede mal decir—, que no era posible querer ninguno perder tanto bien ni estar en tanto mal» (CC 21, 2. 4).

La entrañable imagen de la «fuente de vida», «fuente muy clara», como lo son «todos los arroícos que salen de ella», se corresponde con esas «mesmas aguas de la vida» con las que acaba de aludir, en el apartado anterior, al Dios presente en el centro del alma humana. Los arroícos de esa fuente clara son imagen de las «obras […] agradables a los ojos de Dios y de los hombres», propias del «alma que está en gracia», para representar a la cual recupera Teresa de Ahumada la imagen del «árbol plantado en las mesmas aguas de la vida», a la que acababa de referirse y a cuyos antecedentes bíblicos ya hemos remitido; imagen que desarrolla aquí en un largo inciso —«[…] que la frescura y el fruto no tuviera si no le procediere de allí, que esto la sustenta y hace no secarse y que dé buen fruto»—, en el que subyace, igualmente, la reminiscencia neotestamentaria de los buenos frutos del creyente. Hay, pues, tal vez una inconsciente transición metafórica —muy habitual en el libérrimo y espontáneo fluir del discurso de Teresa de Ahumada— de los arroyuelos de la fuente que es Dios a los frutos del alma plantada en esa misma fuente.

Al contrario, el alma que peca mortalmente «por su culpa se aparta desta fuente y se planta en otra de muy negrísima agua y de muy mal olor» —nótese, de paso, el expresivo uso teresiano, tan coloquial, del adverbio muy acompañando a un superlativo absoluto—, de forma que los frutos que de esta planta dimanan no pueden sino ser «la misma desventura y suciedad», y la «pobre alma queda hecha una mesma tiniebla» y, por lo tanto, igual al demonio, que «es las mesmas tinieblas».

«Tinieblas más tenebrosas» —adviértase el precioso pleonasmo etimológico—, «cosa tan oscura y negra», «muy negrísima agua y de muy mal olor»: con todas estas metáforas, visuales unas y olfativa otra, denota aquí santa Teresa las obras del alma que deliberadamente se aparta de la fuente de la vida.

Pablo Herrero Hernández

Perla, árbol, cristal

CAPÍTULO 2

TRATA DE CUÁN FEA COSA ES UN ALMA QUE ESTÁ EN PECADO MORTAL, Y CÓMO QUISO DIOS DAR A ENTENDER ALGO DESTO A UNA PERSONA. TRATA TAMBIÉN ALGO SOBRE EL PROPIO CONOCIMIENTO. ES DE PROVECHO, PORQUE HAY ALGUNOS PUNTOS DE NOTAR. DICE CÓMO SE HAN DE ENTENDER ESTAS MORADAS

1. Antes que pase adelante os quiero decir que consideréis qué será ver este castillo tan resplandeciente y hermoso, esta perla oriental, este árbol de vida que está plantado en las mesmas aguas vivas de la vida, que es Dios, cuando cai en un pecado mortal. No hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan oscura y negra, que no lo esté mucho más. No queráis más saber de que, con estarse el mesmo Sol que le dava tanto resplandor y hermosura todavía en el centro de su alma, es como si allí no estuviese para participar de Él, con ser tan capaz de gozar de Su Majestad como el cristal para resplandecer en él el sol. Ninguna cosa le aprovecha, y de aquí viene que todas las buenas obras que hiciere estando ansí en pecado mortal son de ningún fruto para alcanzar gloria; porque no procediendo de aquel principio, que es Dios, de donde nuestra virtud es virtud, y apartándonos de Él, no puede ser agradable a sus ojos, pues, en fin, el intento de quien hace un pecado mortal no es contentarle, sino hacer placer al demonio, que como es las mesmas tinieblas, ansí la pobre alma queda hecha una mesma tiniebla. (Moradas del castillo interior, I, 2, 1).

Denso de imágenes es este párrafo en el que la Santa Doctora, tras haber señalado en los anteriores la oración como puerta de entrada en el castillo interior, antes de adentrarse en él incorpora nuevas metáforas como otras tantas formas de aludir a dicho castillo: la «perla oriental», el «árbol de vida» y el «cristal».

La imagen de la perla es empleada en los Salmos y en los libros sapienciales del Antiguo Testamento como término de comparación del inmenso valor de la sabiduría (Job 28, 18; Prov 3, 15; 8, 11). Jesús la utiliza como metáfora del Reino (Mt 13, 45), y la nueva Jerusalén del Apocalipsis tiene doce puertas que son otras tantas perlas (21, 21).

El «árbol de vida […] plantado en las mesmas aguas de la vida», amén del que Dios hizo brotar en medio del Edén según el relato del Génesis (2, 9), evoca inmediatamente la célebre imagen con la que el Salmo 1 compara al justo: «Será como un árbol / plantado al borde de la acequia…» (v. 3), o aquélla con la que Jeremías describe al que confía en el Señor: «Será un árbol plantado junto al agua, / que alarga a la corriente sus raíces…» (17, 8).

Por último, la capacidad del alma de «gozar de Su Majestad como el cristal para resplandecer en él el sol» lleva a pensar en lo que San Juan de la Cruz, acaso muy poco tiempo después de redactarse esta página teresiana, escribiría en la Subida del Monte Carmelo: «Está el rayo de sol dando en una vidriera; si la vidriera tiene algunos velos de manchas o nieblas, no la podrá esclarecer y transformar en su luz totalmente como si estuviera limpia de todas aquellas manchas y sencilla; antes tanto menos la esclarecerá cuanto ella estuviere menos desnuda de aquellos velos y manchas, y tanto más cuanto más limpia estuviere. Y no quedará por el rayo, sino por ella; tanto, que, si ella estuviere limpia y pura del todo, de tal manera la transformará y esclarecerá el rayo, que parecerá el mismo rayo y dará la misma luz que el rayo, aunque, a la verdad, la vidriera, aunque se parece al mismo rayo, tiene su naturaleza distinta del mismo rayo; mas podemos decir que aquella vidriera es rayo o luz por participación. Y así el alma es como esta vidriera, en la cual siempre está embistiendo o, por mejor decir, en ella está morando esta divina luz del ser de Dios por naturaleza, que habemos dicho» (Libro II, cap. 5, 6).

Si a la imagen del alma como árbol le corresponde la del «agua viva» que Jesús anuncia a la Samaritana (Jn 4, 10) —las «aguas vivas de la vida, que es Dios»—, metáfora del Espíritu que reciben quienes creen en él (Jn 7, 37-39), a la del cristal le corresponde la igualmente bíblica del sol como símbolo de la divinidad, y más marcadamente la evangélica de Jesús como «sol que nace de lo alto» (Lc 1, 78) y «luz del mundo» (Jn 8, 12).

Pablo Herrero Hernández

Las almas muy metidas en el mundo

8. Pues no hablemos con estas almas tullidas, que si no viene el mesmo Señor a mandarlas se levanten, como al que havía treinta años que estava en la piscina, tienen harta mala ventura y gran peligro, sino con otras almas que en fin entran en el castillo. Porque aunque están muy metidas en el mundo, tienen buenos deseos y alguna vez —aunque de tarde en tarde— se encomiendan a nuestro Señor y consideran quién son, aunque no muy despacio. Alguna vez en un mes rezan llenos de mil negocios, el pensamiento casi lo ordinario en esto, porque están tan asidos a ellos, que como adonde está su tesoro se va allá el corazón, ponen por sí algunas veces de desocuparse, y es gran cosa el propio conocimiento y ver que no van bien para atinar a la puerta. En fin, entran en las primeras piezas de las bajas; mas entran con ellos tantas savandijas, que ni le dejan ver la hermosura del castillo ni sosegar; harto hace en haver entrado.

9.  Pareceros ha, hijas, que es esto impertinente, pues por la bondad del Señor no sois de éstas. Havéis de tener paciencia, porque no sabré dar a entender como yo tengo entendido algunas cosas interiores de oración, si no es ansí, y aun plega a el Señor que atine a decir algo; porque es bien dificultoso lo que querría daros a entender, si no hay espiriencia; si la hay, veréis que no se puede hacer menos de tocar en lo que, plega a el Señor, no nos toque por su misericordia. 

Descarta definitivamente la autora seguir tratando de las «almas tullidas», a las que se había referido antes, y recurre al episodio evangélico de la curación del paralítico de la piscina de Betesda (Jn 5, 1-15) para asegurar que sólo la intervención directa del «mesmo Señor» puede levantarlas para que entren en el castillo interior por la puerta de la oración. En cierta medida, al decir esto, parece contradecir lo que había afirmado unos párrafos antes («Y si estas almas no procuran entender y remediar su gran miseria…»), pero ha de entenderse que es siempre la inspiración divina la que genera en ellas el conocimiento de su miseria y el afán por salir de ésta; una inspiración a la que pueden libremente responder o sustraerse.

Y pasa Teresa a tratar de otras almas, también «muy metidas en el mundo» (las tullidas estaban «mostradas a estarse en cosas esteriores»), pero que «tienen buenos deseos» y de vez en cuando «se encomiendan al Señor» y «consideran quién son», si bien no muy pormenorizadamente. Atinadamente la Santa les aplica la frase de Jesús a propósito de los ricos y de sus preocupaciones: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6, 21); pero algunas veces caen la cuenta de que «no van bien» y gracias a este «conocimiento» de sí se esfuerzan por «desocuparse» y dan con la puerta de la oración, entrando así en las «primeras piezas de las bajas», o sea en los aposentos más externos y alejados del centro del castillo. Y aunque con ellas resulte inevitable que entren las «savandijas» de sus mil preocupaciones, «harto hacen en haver entrado».

Aun cuando sus hijas y compañeras, al no vivir en el siglo, no pertenezcan a esta categoría de almas volcadas en mil preocupaciones exteriores, la santa Doctora declara que es pertinente que trate de estas últimas, con el fin de «dar a entender» esas «cosas interiores de oración» que constituyen el motivo de su libro. Y, una vez más, reitera la importancia de la «espiriencia» para comprenderlas.

P. H. H.

La puerta para entrar en el castillo

7. Porque a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración; no digo más mental que vocal, que como sea oración ha de ser con consideración. Porque la que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labrios. Porque aunque algunas veces sí será [oración] aunque no lleve este cuidado —mas es haviéndole llevado otras—, mas quien tuviese de costumbre hablar con la majestad de Dios como hablaría con su esclavo, que ni mira si dice mal, sino lo que se le viene a la boca y tiene deprendido por hacerlo otras veces, no la tengo por oración, ni plega a Dios que ningún cristiano la tenga de esta suerte. Que entre vosotras, hermanas, espero en Su Majestad no la havrá, por la costumbre que hay de tratar de cosas interiores, que es harto bueno para no caer en semejante bestialidad. (Moradas del castillo interior, I, 1, 7)

Del hecho de que nuestro castillo interior es habitado por Dios se desprende que la puerta que nos permite penetrar en él es la oración, es decir el hablar con él. Poco importa que se trate de oración mental o vocal, con tal de que en ninguna de estas dos modalidades falte la «consideración», es decir el advertir «con quién [se] habla», «lo que [se] pide», «quién es quien pide» y «a quién» lo pide. Estos cuatro puntos de atención se reducen, en realidad, a tres: el orante, el contenido de la oración y el destinatario de ésta.

Ya en Camino de perfección había la Santa recordado a sus hijas la necesidad de considerar quiénes son los dos interlocutores de la oración: «Mas si havéis de estar —como es razón se esté— hablando con tan gran Señor, que es bien estéis mirando con quién habláis y quién sois vos» (22, 1 [Vall.]); «¿Quién puede decir es mal, si comenzamos a rezar las Horas u el rosario, que comience a pensar con quién va a hablar y quién es el el que habla, para ver cómo le ha de tratar?» (22, 3 [Vall.]); «Sí, llegaos a pensar y entender, en llegando, con quién vais a hablar, u con quién estáis hablando» (22, 7 [Vall.]). Y si, para precisar cómo no hay que hablar a «la majestad de Dios», toma prestada aquí Teresa, del mundo que la rodea, la imagen del esclavo, al que su amo habla sin mirar «si dice mal, sino lo que se le viene a la boca» y tiene aprendido «por hacerlo otras veces», en Camino de perfección será el labrador el que proporcione el mismo término de comparación: «Sí, que no hemos de llegar a hablar a un príncipe con el descuido que a un labrador, u como con una pobre como nosotras, que comoquiera que nos hablaren va bien» (ibíd.). (No estará de más recordar, a este respecto, y aunque ello suponga desviarnos un tanto del contenido del párrafo que intentamos glosar, que nuestra santa, hablando de su padre al principio del Libro de la Vida, declara admirativamente: «Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piadad […] aun con los criados; tanta, que jamás se pudo acabar con él tuviese esclavos, porque los había gran piadad; y estando una vez en casa una de un su hermano, la regalava como a sus hijos. Decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir de piadad» (1, 2); por otra parte, el espléndido Epistolario teresiano constituye un testimonio irrefutable de la maestría de Teresa de Ahumada a la hora de dirigirse a toda clase de personas —desde la «sacra católica cesárea real majestad del rey nuestro señor Felipe II» (Carta 51) hasta Alonso Venegrilla, rentero de Gotarrendura (Carta 1)— hablando a cada una de ellas con las fórmulas que le correspondía según los estrictos cánones de la época y, sobre todo, con el lenguaje propio de su interlocutor).

En resumidas cuentas, si, unos párrafos antes, Teresa había definido «bestialidad» el no procurar saber «qué cosa somos», aquí emplea el mismo término para calificar la actitud de quien, al dirigirse en la oración al Dios que lo habita, «no advierte con quién habla».

En el ya citado capítulo de Camino de perfección, también había despejado la Santa las dudas acerca de la relación entre oración vocal y mental: «Sabed, hijas, que no está la falta para ser u no ser oración mental en tener cerrada la boca; si hablando estoy enteramente entendiendo y viendo que hablo con Dios con más advertencia que en las palabras que digo, junto está oración mental y vocal» (22, 1 [Vall.]); «Yo he de poner siempre junta oración mental con la vocal» (22, 3 [Vall.]). En el presente pasaje de las Moradas del castillo interior, deja sin embargo la santa Doctora un resquicio para algunos casos en que la oración vocal, acompañada de la correspondiente consideración o atención a lo que se está diciendo, desemboca, previsiblemente mediante un ejercicio continuado y habitual y, por lo tanto, interiorizado, en una oración que no precisa ya de ese «cuidado»: se trata, verosímilmente, de un tipo de oración asimilable a la plegaria hesicasta de la Oración de Jesús, difundida en Occidente principalmente a través de los Relatos de un peregrino ruso.

P. H. H.

Las almas tullidas

6. Decíame poco ha un gran letrado que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía u tollido, que aunque tienen pies y manos, no los pueden mandar. Que ansí son, que hay almas tan enfermas y mostradas a estarse en cosas esteriores, que no hay remedio ni parece que pueden entrar dentro de sí; porque ya la costumbre la tiene tal de haver siempre tratado con las savandijas y bestias que están en el cerco del castillo, que ya casi está hecha como ellas, y con ser de natural tan rica y poder tener su conversación no menos que con Dios, no hay remedio. 
Y si estas almas no procuran entender y remediar su gran miseria, quedarse han hechas estatuas de sal por no volver la cabeza hacia sí, ansí como lo quedó la mujer de Lod por volverla. (Moradas del castillo interior, I, 1, 6)

Hay personas que, de puro volcadas en el exterior, «ni parece que pueden entrar dentro de sí» para «poder tener» allí «su conversación no menos que con Dios», pues en esto estriban la oración y la vida interior: en una conversación con Dios que nos habita. Introduce aquí la Santa el «cerco», otro sinónimo de la «ronda», «engaste u cerca» que rodea nuestro castillo interior, es decir del cuerpo concebido exclusivamente en su apariencia física y exterior, y no como parte integrante del único ser humano. Nótese como dentro de la misma frase pasa, al hablar de estas almas, del plural («hay almas tan enfermas») al singular («que ya casi está hecha como ellas»).

Curiosa y llamativa es la forma con que la autora recurre a la imagen bíblica de la mujer de Lot, convertida en estatua de sal al volver la cabeza a contemplar la destrucción de Sodoma y Gomorra (Gén 19, 26), asimilando a ella a las almas que no la vuelven «hacia sí», o sea que no entran en su castillo interior a través de la oración. No pretende aquí Teresa hacer una exégesis del episodio bíblico, sino simplemente tomar prestada una expresiva imagen del rico repertorio que la Escritura, principalmente a través de la liturgia y de los libros espirituales —aunque nunca hay que olvidar, en la Castilla de su época, la gran aportación de las artes plásticas—, ponía al alcance de sus monjas: y pocas imágenes lograrían expresar la privación o disminución del movimiento implícita en la «perlesía» con tanta elocuencia como la estatua de sal. Además, el empleo teresiano de tan elocuente icono parece coincidir con el que otro libro del Antiguo Testamento hace del episodio del Génesis: en el Libro de la Sabiduría, la estatua de sal en que se convirtió la mujer de Lot «se yergue como monumento al alma incrédula» (10, 7): y no otra cosa parece ser la que, de puro derramada «en el cerco del castillo», acaba ignorando su propio interior.

P. H. H.

Va mucho de estar a estar

5. Pues tornando a nuestro hermoso y deleitoso castillo, hemos de ver cómo podemos entrar en él. Parece que digo algún disbarate; porque si este castillo es el ánima, claro está que no hay para qué entrar, pues se es él mesmo; como parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando ya dentro. 
Mas havéis de entender que va mucho de estar a estar; que hay muchas almas que se están en la ronda del castillo —que es adonde están los que le guardan— y que no se les da nada de entrar dentro ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar ni quién está dentro ni aun qué piezas tiene. Ya havréis oído en algunos libros de oración aconsejar a el alma que entre dentro de sí; pues esto mesmo es. (Moradas del castillo interior, I, 1, 5)

Da un paso más la insigne autora en la explicación de su doctrina sobre la oración y despeja la aparente contradicción del consejo de entrar uno en sí mismo, distinguiendo entre un estar del alma «en la ronda del castillo» (o sea en su exterior, lo que antes llamó «engaste u cerca», donde ejercen de centinelas —como dirá más adelante— los sentidos), y un estar en su interior, entrando «dentro de sí» a través de la oración.

Por decenas podrían invocarse los textos patrísticos y espirituales, accesibles a Teresa y a sus hermanas a través de los recordados «libros de oración», en los que se aconseja «a el alma que entre dentro de sí»; varios de ellos pertenecen a san Agustín, como el célebre «Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo» (Confesiones, X, 27, 38) y el no menos recordado «No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad» (De vera religione, 39, 78).

P. H. H.

[Entrada actualizada el 30-05-2013]

Entender las mercedes de Dios y sus diferencias

2. No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no entendamos a nosotros mesmos ni sepamos quién somos. ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre, ni su madre, ni de qué tierra?
Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos, y ansí, a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas; más qué bienes puede haver en esta alma u quién está dentro en esta alma u el gran valor de ella, pocas veces los consideramos, y ansí se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura; todo se nos va en la grosería del engaste u cerca de este castillo, que son estos cuerpos.

3. Pues consideremos que este castillo tiene —como he dicho— muchas moradas, unas en lo alto, otras en bajo, otras a los lados, y en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma.
Es menester que va[yá]is advertidas a esta comparación; quizá será Dios servido pueda por ella daros algo a entender de las mercedes que es Dios servido hacer a las almas y las diferencias que hay en ellas, hasta donde yo huviere entendido que es posible (que todas será imposible entenderlas nadie, sigún son muchas, cuánto más quien es tan ruin como yo), porque os será gran consuelo, cuando el Señor os las hiciere, saber que es posible, y a quien no, para alabar su gran bondad. Que ansí como no nos hace daño considerar las cosas que hay en el cielo y lo que gozan los bienaventurados, antes nos alegramos y procuramos alcanzar lo que ellos gozan, tampoco nos hará [daño] ver que es posible en este destierro comunicarse un tan gran Dios con unos gusanos tan llenos de mal olor, y amar una bondad tan buena y una misericordia tan sin tasa.
Tengo por cierto que, a quien hiciere daño entender que es posible hacer Dios esta merced en este destierro, que estará muy falta de humildad y del amor del prójimo; porque si esto no es, ¿cómo nos podemos dejar de holgar de que haga Dios estas mercedes a un hermano nuestro, pues no impide para hacérnoslas a nosotras y [cómo nos podemos dejar de holgar] de que Su Majestad dé a entender sus grandezas, sea en quien fuere? Que algunas veces será sólo para mostrarlas, como dijo del ciego que dio vista, cuando le preguntaron los apóstoles si era por sus pecados u de sus padres. Y ansí acaece no las hacer por ser más santos [aquéllos] a quien las hace que a los que no, sino por que se conozca su grandeza —como vemos en san Pablo y la Magdalena— y para que nosotros le alabemos en sus criaturas. 

4. Podráse decir que parecen cosas imposibles y que es bien no escandalizar los flacos. Menos se pierde en que ellos no lo crean, que no en que se dejen de aprovechar [aquéllos] a los que Dios las hace, y se regalarán y despertarán a más amar a quien hace tantas misericordias siendo tan grande su poder y majestad; cuánto más que sé que hablo con quien no havrá este peligro, porque saben y creen que hace Dios aún muy mayores muestras de amor. Yo sé que quien esto no creyere no lo verá por espiriencia; porque es muy amigo de que no pongan tasa a sus obras, y ansí, hermanas, jamás os acaezca a las que el Señor no llevare por este camino. (Moradas del castillo interior, I, 1, 2-4).

Tras presentar y proponer la alegoría e imagen del castillo como «comparación para entenderse», pasa la autora a desembarazar de obstáculos el camino recién iniciado, antes de profundizar en él. En primer lugar, intenta desterrar la ignorancia o el descuido con que solemos considerar el alma respecto al cuerpo, y más señaladamente el desconocimiento de «quien está dentro de esta alma», es decir del Señor que la habita. Y en este intento nos suministra otro elemento más de la alegoría del castillo interior: el «engaste u cerca» del mismo, que no es otro que el cuerpo, el ser físico. Este nuevo elemento viene, así, a añadirse a los aposentos o moradas del castillo a los que acaba de referirse (que de ambas maneras los llama, prevaleciendo al final claramente este último término hasta convertirse en el que marca la estructura misma de la obra y en el que figura en su título).

Basándose precisamente en las «muchas moradas» que tiene el castillo interior, procura Teresa quitar otro obstáculo que puede estorbar el camino de la oración: la incredulidad en la comunicación de Dios con el ser humano. Para ello insiste la Santa, haciendo hincapié en su propia experiencia, en la posibilidad en que cada uno está de recibir diferentes mercedes del Señor en la oración, con independencia del propio mérito o santidad, por pura gratuidad de la misericordia de Dios y para que «se conozca su grandeza», como sucede en el ciego de nacimiento (Jn 9, 2), en san Pablo y en la Magdalena.

P. H. H.